LA SUERTE ME SIENTA BIEN
Los lectores habituales deben saber la de ganas que tenía por encontrar alguien especial, y me preguntaba por que no llegaba a nada con nadie, siempre había un pero que me impedía seguir un paso más adelante, quizás una manera autómata de protegerme de anteriores errores o simplemente no era el momento adecuado para mí. Cada vez estaba más desencantado con el asunto, no tengo madera para las decepciones (de ningún tipo) y tampoco un gran historial sentimental del cual pueda jactarme, o sea, que el problema estaba en mí mismo y siempre lo supe.
Con el panorama precedente descrito, es donde ingresan los dos prospectos que empezaron a mermarme el sueño desde el primer momento, y tuve que tomar una de las decisiones más trascendentales de mi humilde vida; para resumirlo: simplemente me dejé llevar por mis instintos, y no seguí mi corazón (porque suena a cliché), simplemente seguí mi mente sobre pequeñas evidencias como reacciones de piel, emotividad y sobre todo, comodidad... con quien me sentía más a gusto en este momento. Luego de meditarlo bajo esos parámetros, la decisión estaba tomada.
Así, la noche de un jueves me presenté bien trajeado y perfumado en casa de él, dispuesto a darle la buena nueva mediante una cena de esas (me habían pagado, así que me permití ciertos lujos en nombre del amor); ni bien me vió del otro lado de la puerta me echó una ojeada de arriba a abajo, y su rostro se encendió, luego me regaló una sonrisa de fábula que compensó la larga espera y la impaciencia de mi alicaído corazón. No dijo nada, sólo cogió mi cara con ambas manos, me estrechó hacia él y me estampó el mejor beso de mi vida, no exagero. No recuerdo bien cuanto duró pero al apartarnos, ya no quería ir a ningún lado, no tenía hambre (fisiológica), estaba a mil e instintivamente quería sacarme (y sacarle) la ropa embustera ahí mismo... pero me contuve, maldita sea.
Luego murió el romanticismo (y mis ganitas de ya saben que). Ya que tuve que esperar a que el muchacho se diera un duchazo y se vistiera apropiadamente para la cena que tenía planeada. Uhmmm, peor que flaca había resultado, con solo comentar que me pude ver todo el capítulo de Entourage y casi un tercio de La casa del lago, que trasmitió HBO esa noche pueden darse una idea. Si al menos me hubiera permitido dar una espiada en los momentos precisos me hubiera dado por bien servido, pero no, el muy castigador.
Lo llevé a cenar a una trattoría en la Av. Pardo y encontré la primera vacilación de la noche al atravezar el umbral cuando solicito una mesa al jefe de mozos y éste nos pregunta casi susurrando: "¿mesa para dos o están esperando a alguien más?". Intercambiamos miradas cómplices de manera conmutativa, y luego de pensarlo unos segundos (que se hicieron eternos), le digo que "sólo para dos"; nos ubicaron en un área demasiada romantica, casi a niveles de lo evidente (al otro extremo de la barra y alejadas de las mesas familiares). Después que el mozo retiró la cubertería y las copas (la mesa estaba puesta para cuatro), nos dió una miradita de esas que dicen (¡los pillé!), pero a estas alturas uno está acostumbrado a esas escenas. Eché una ojeada discreta hacia las mesas vecinas (todas parejas hombre-mujer, un hombre cenando solo por ahí y un trío de ejecutivas en trance post laboral). Éramos los más jóvenes del lugar y por muchas primaveras.
Un paréntesis al romanticismo, lo que yo tenía era hambre... era tardísimo. Para picar pedimos unas brochetas de lomo con verduras, crostinis (tostadas de queso de cabra, aceitunas, pimientos y aceite de oliva) y sangría. De fondo me mande con un gnocchi al pesto y milanesa (generosa porción y mejor sabor, enfatizando la salsa de pesto que estaba suprema), él no se quedó atrás y se embuchó un timbal (fettucinis) al gratén de pollo, jamón y champignones (que no me dejó probar); acompañamos la cena con media botella de un Chianti Ruffino Classico del 2003 (recomendado por suerte, que por mí pedía una chela). Brindamos por ambos y por el futuro que empezaba a escribirse en esos momentos. Una velada para el recuerdo, solo faltaba el bailoteo y la vomitada de rigor... bromeo.
Lo que más me gustaba de Guillermo como amigo era su entusiasmo, su sentido del humor (muy parecido al mío), su buena vibra contagiosa, su oneroso corazón y sus mejillas sonrosadas. Lo que más me gusta de "Guillo" como hombre son humildad (para reconocer sus errores), su paciencia (ante mi insistencia), su espíritu insurrepto (debido a su juventud), su despreocupado rigor (es mi cajita feliz, siempre llena de sorpresas) y sobretodo sus ganas para dejarse querer que me dejan siempre con la sazón de quererme algo más que el día anterior.
Mucho de esto se sintetiza con una escena que llevaré por siempre en mi cabeza y que me arranca más que una sonrisa cuando la rememoro: No existe hombre más adorable, tierno, despreocupado por el que dirán, cómico, que exuda seguridad como aquél que una mañana de domingo (después de nuestro primer sábado juntos) se toma la molestia de ir a por el pan... hasta una panadería que queda a siete calles de distancia... caminando... en pijama... con el cabello hecho un embrollo... un polo viejito... un boxer de animalitos... pantuflas... y una sonrisa en la cara. Ya me hizo prometer que un día iremos juntos, y me cago de risa de sólo pensarlo. Yo feliz.
En estas pocas semanas que llevamos juntos me ha enseñado a disfrutar de cada uno de los días como si fuera el primero, de cada una de las noches como si fuera la última y por sobre todas las cosas a conjugar el verbo amor... ¿Una joyita, o no? Suertudo yo.